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Una práctica de transgresión es aquella que desobedece y quebranta el discurso hegemónico. El orden normativo que nos envuelve con su invisible omnipresencia privilegia la celeridad y la rentabilidad económica, y tiende a minusvalorar todo lo demás.

Lo verdaderamente relevante y transformador necesita el concurso del tiempo y la comparecencia de la lentitud, nada que ver con el apremio alentado por la retórica de la producción y la financiación

La prisa es la invención de un capitalismo que necesita producir cada vez más y más aceleradamente, e inventar relatos del ser y el tener que azucen el deseo de que lo producido y ofertado sea apurado con voracidad consumista para que se agote cuanto antes, y proseguir así el bucle de la maquinaria, pero incrementando la velocidad en cada nueva rotación para a su vez aumentar progresivamente los márgenes. El proceso es inacabable, pero para que no pierda cadencia requiere explotación y deshumanización.

David Le Breton es autor de dos ensayos que invitan a lentificar la vida para entenderla y sentirla mejor. Uno de ellos trata sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y el otro sobre la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Utilizar nuestra arquitectura corporal, que ha sido diseñada para andar, y abrazarse a la presencia acogedora del silencio, son formas de resistencia política, un posicionamiento de contrapoder en un mundo sobrecargado de celeridad crónica.

 

Los tiempos del caminar son tiempos disidentes, confabulan contra esa competitividad erigida en eje axial de la vida humana. Caminar despacio atendiendo a lo que ocurre en nuestro derredor se yergue en crítica vivencial a un discurso que ordena ligereza y prontitud, e incita al atajo. Caminar transmuta nuestra relación con el tiempo, pero también con el cuerpo, y con el silencio, puesto que caminar es una manera muy fértil de que yo y yo acaben entablando una conversación llena de matices. «Caminar es vivir el cuerpo», «caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio», «el caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él», sostiene Le Breton.

 

La celeridad sabotea tejer vínculos profundos de interacción con los demás y deshilacha aquellos que una vez estuvieron trenzados. Me resulta imposible no citar aquí la experiencia lectora, que calca muchas de las virtudes del caminar. La pausa y reflexión que requiere la práctica de la lectura absorta es una forma de abdicar de la lógica de la vida contemporánea sobrecargada de horarios frenéticos, tareas y el absolutismo del tiempo remunerado. Más todavía. Leer es pura insumisión a un orden que pugna por arrebatar nuestra atención con el fin de dispersarla primero y vaciarla de criterio después. La autonomía consiste en colocar la atención allí donde lo elegimos nosotros. Leer cultiva esa autonomía porque nos devuelve la soberanía sobre nuestra atención, el botín más preciado en la civilización digital.

Cada vez se camina menos porque los sitios cotidianos están más lejos y los trayectos son más largos, y sin el silencio como acceso al musitar palpitante de las cosas, la ensordecedora sonoridad del mundo anestesia las condiciones de la deliberación reflexiva. El silencio es una forma de cuidarnos, solo en el silencio podemos tomar perspectiva sentimental y política suficiente para atender al ser en el que sucedemos y que existe al lado de otros seres que también suceden junto al nuestro.

 

El coronavirus ha abierto un momento idóneo para deliberar, y probablemente el peor para reaccionar. El silencio y la invisibilidad nos permiten desintoxicarnos del alud de información. Invisibilizarse también es transgresor en un momento en el que casi todos visibilizamos casi todo.

José Miguel Valle (filósofo)

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